Si esto fuera el perfil de un portal de citas online y tuviera que resumir en un párrafo quién soy, posiblemente diría que “un periodista que trabaja en Madrid para la web de la radiotelevisión pública española que ha venido a pasar tres meses a Nueva York para recibir una inyección de creatividad, reinventarse a sí mismo y poner las bases para hacer de esta ciudad mi casa en el futuro. Los dos sitios más impresionantes en los que he estado recientemente son quizá Etiopía y Bushwick. Escríbeme ;)”
Cuando aterricé en enero en una ciudad sacudida por el frío gélido y una ventisca, traía en la maleta un puñado de grandes expectativas con respecto a este barrio. Y mientras hago las maletas de regreso a España, puedo asegurar con satisfacción que las expectativas han sido ampliamente superadas.
Lo que me ha hecho enamorarme de este rincón de Brooklyn, que ya siento como un segundo hogar, es el balance actual, a mi gusto perfecto –al menos, en la zona que yo vivo, entre Myrtle y Flushing Avenue-, entre ese grupo de jóvenes creativos y hipster y los vecinos hispanos que lo han morado desde hace décadas. Yo crecí en un barrio popular de Madrid y siempre he pensado que la autenticidad y sencillez que supone vivir en un barrio con familias modestas, en este caso de origen hispano, te da una visión global de lo que es el mundo y la vida.
Pero centrándome en lo que supone mi experiencia como hispanohablante del otro lado del charco en un barrio donde el español llena el ambiente con un aroma que me sabe a pan de pueblo, tendría que hablar de emotividad y humor. Es gracioso entrar al mercado y tratar de entenderte en español con el tendero que tiene que cortarte las “lonchas” de queso, que es quizá dominicano y tiene un vocabulario a veces diferente. Slices, sí, slices de queso. El inglés nos echa una mano para entendernos. Gracioso es escuchar que en la tele hablan de jalar el gatillo, cuando “jalar” en España es una palabra vulgar para decir “comer”.
Pero la palma de la comicidad se la lleva un restaurante de cocina española que reúne en sí mismo un puñado de tópicos de la españolidad: desde su nombre –El Mío Cid, título de la primera obra literaria en español- hasta los dibujos de su fachada –un toro, una bailaora flamenca, el escudo español, cuyo gran tamaño quedaría raro en un bar o restaurante de Madrid-. Y todo ello, propiedad de unos ecuatorianos. Para alguien como yo, resulta muy cómicamente llamativo.
Sin embargo, escuchar el español de las calles de Bushwick es sobre todo entrañable, incluso cuando no nos entendemos a la perfección. Es un español de ritmos y sonidos diversos, como diferentes grupos de instrumentos en una orquesta. Del castellano seco de un español como yo hasta la musicalidad caribeña de portorriqueños y dominicanos, pasando por las tonalidades zigzagueantes de mexicanos y ecuatorianos. Como en inglés, en español se habla de lengua materna. Me gusta sentir que la lengua es también una madre que acoge; en Bushwick, mis hermanos americanos me han acogido a mí como desde hace pocos años nosotros les acogemos a ellos en mi barrio de Madrid.